lunes, 11 de febrero de 2013

¿Por qué somos tan aburridos?

Una contractura grupal, una parálisis sociable, un cortocircuito cerebral que hace que no entre ni salga nada: es exagerado, pero es la imagen que Lisandro se hace de la fiesta, ahora que se desgrana en minúsculas conversaciones y gente que sale a comprar cigarrillos. Parado en su sitio al lado de la PC, cree captar en el rumor de los murmullos y pies que se arrastran el viejo frufrú de su cadena. Todo empezó cuando era chico, o todo empezó cuando el Nono se cagaba de hambre en Italia, o todo empezó en 1975: la enfermedad, la parálisis, la contractura. El sabe que hay personas que no están afectadas, compatriotas, vecinos incluso. No entiende cómo. ¿Por qué Estela está parado sobre sus zapatos chatos, con esa mirada ausente, y al mismo tiempo su boca parece a punto de romper a cantar una triste canción pero una canción de amor, porque Estela, como todas, solo tiene amor para ofrecer? ¿Quiénes son los que viven, lejos o cerca y afuera, vidas plenas, quiénes son los que nunca vieron la boca abierta del tedio, su paladar sucio? ¿Por qué medios se logra la espontánea efectividad que uno considera natural en tantas películas de Hollywood? ¿Esa gracia al caminar, ese movimiento fluido, esa risa cristalina, ese felino dominio del espacio, ese pelaje canino que acolcha todas las agresiones? ¿Por qué son tantos los llamados y tan pocos los elegidos? ¿Dónde está la ventanilla de quejas del cosmos, a dónde uno puede dirigirse para exigir una explicación por sus defectos y minusvalías, por su miedo pánico a vivir? Una ciudad repleta de expertos en salud mental que mitigan, fumando en largas boquillas, el dolor del rebaño, sin lástima, sin empatía, solo por dinero y poder. Una aldea donde un solo dictador vestido domina docenas de almas desnudas, que muestran sus llagas y  esconden sus cuerpos, él, el único, ordena y manda, y se alimenta del miedo y el odio de sus súbditos, creciendo como un chancro, una herida supurante en la superficie de la tierra que con un solo sacudón, que no acontece, borraría tanta miseria que apenas soportamos ver, pero vemos, en la pantalla del cine rumoroso de nuestros barrios quietos. Una casa, igual a otras casas, limitada en un lote de una manzana, cuyas paredes y baldosas parecen exudar un líquido pegajoso cuyo olor a muerte adormece y asusta, y como núbiles blancanieves suspendidas fuera del mundo intentamos preguntar, a alguien que sepa, padre, doctor, juez o dios, por qué somos tan aburridos.

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