lunes, 7 de enero de 2013

Eva absorta, de verde

Pectorales, trapecios, bíceps y tríceps trabajados en las anillas hasta la definición última, red de fibras y venas, tiza, sudor y pies descalzos de simio; a la salida del gimnasio Eva sonríe. No es la música, no son los aparatos, no es el aire (acondicionado), no es la cincuentona que reparte agua mineral, no es la estación, no es el tiempo: es la sonrisa de Eva. Se desvanece ni bien se dibuja. Sus pómulos mongoles, sus ojos verdes rasgados, su barbilla partida, su terrible ojete: toda ella cambia el peso de una pierna a la otra y para el taxi. El chofer no lo cree, una rubia así, que increíble, hacerlo, contárselo a los amigos: nada de nada, Eva ni habla ni mira. Ausente, la sien apoyada en la ventanilla, sus ojos vueltos hacia adentro contemplan el sueño de la noche anterior. No es una cuestión de sueños, tampoco. Es que por un lado se siente llena y por el otro vacía. Lisandro, Estela, los vínculos, los cimbreos de cintura, las fintas, los amagues, el tiempo que pasa: ha cumplido treinta y dos años. Desde los quince se siente igual. En el colegio alemán, con la pollera verde, acariciando la entrepierna de Gabrielle, o semimuerta, sacudida por su madre en ascendente estado de histeria, riéndose por dentro, pero dura como una tabla. Y la indiferencia de todos, del todo, todo mezclado, igual... Si tuviera la costumbre de autodiagnosticarse, la manera como se clava las uñas en las palmas sería un signo de autoagresión, pero es sólo ese dolorcito autogenerado, tan distinto del que generan los otros y las otras...Frena el cohe, paga, se baja sin saludar. El tachero la mira dirigirse al kiosko antes de arrancar, y cuando acelera hacia Congreso siente un intenso olor a vulva recién garchada, tiene una erección y al subir un viejo de boca agria se concentra en la plata hasta Ezeiza y se le baja.

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