La noche más calurosa del año es una lápida sobre Plaza Congreso. Se arrastran, renguean, abren sus bocas podridas, buscan qué rapiñar, piden más con, sin esperanza: los militantes sociales, armados sobre Hipólito Yrigoyen, sacian el hambre y la sed, pero no los de justicia. Reparten bandejas con albóndigas y ensaladas y jugo de naranja, en cantidades siempre insuficientes, liderados por un hombre que tuvo una vida egoísta y normal hasta que su hijo enfermó y sanó: ahora piensa en los otros, los otros son una obsesión. Los mira desde la caja de la camioneta, desdentados, sucios, locos, viles: la humanidad sufriente. No quieren mirarlos, los amarillitos, porque son, como decía Marx, la negación de la sociedad, el espacio de todo lo que se rechaza y se teme, el infierno irreligioso que espera ni bien tengamos un momento demasiado largo de debilidad. Pero para este hombre no hay ni dialéctica revolucionaria ni redención cristiana: el les llena el estómago una vez por mes, punto. Se siente mejor haciéndolo.
Dos pibes morochos, la remera sobre el hombro, pasan por la explanada del Congreso y se ríen y hacen fuck you con el dedo, imitando a Lanata.
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