viernes, 16 de noviembre de 2012

Las distancias de la noche

De una negrura perfecta, de una nada que no deja nada que desear, lo saca a Lisandro el timbre del teléfono de línea, porque celular no tiene. Palpa con torpeza sobre la mesa de luz hasta alcanzarlo, pulsa el botón y se lo lleva al oído sin decir nada. ¿Hola?, una voz de mujer ansiosa. ¿Sos vos? Sí, sí, masculla él. Hijo de puta, dice la voz ahora más baja y rencorosa. Ni siquiera en la nena pensás. Mostrándote así por la calle con esa, esa, esa puta de mierda, recontragarchada por todo el barrio, toda acabada. Y yo y tu nena acá, esperando que nos lleves al zoológico, hijo de puta, maricón, porque vos no sos un hombre, no tenés nada entre las piernas, maní, chizito. ¿Y ahora no decís nada? Pero bien que hablás cuando te encaro, se te ocurren un montón de explicaciones, millones de promesas, prometés el oro y el moro, y yo estúpida que siempre te creo, pero esta vez no, no va  ser igual, eso te lo juro...
Y mientras la voz seguía desgranando su discurso, Lisandro pensó en toda la gente sola, despierta o dormida, que daría un medio aguinaldo por escuchar una voz conocida en esos momentos en que uno se siente menos que una hoja agitada por el viento cósmico, un ser apenas viviente, mustio de falta de amor, enfrentándose sin armas al frío letal que paraliza el pensamiento y la voluntad, fijándolos en un pulso de muerte que no se acelera ni se ralenta, igual a sí mismo desde el origen de la especie, obsesión de los primeros cazadores en las noches invernales, Lisandro pensó en la distancia entre esa mujer y él, ahora salvada, pero destinada a bostezar a sus anchas cuando se cortara la comunicación y él no supiera siquiera su nombre, pero permaneciera despierto con las vista clavada en el techo homogéneamente negro, sin atender a la semiclaridad lechosa que tendía sus dedos desde el farol de la calle por la persiana hasta unos centímetros dentro del dormitorio, pensando en cuánto separa a Bangkok de Ceuta, a Orión de Andrómeda, en todo ese espacio que ningún grito, por más auténticamente lleno de gozo o desesperación que fuera, podrá cruzar nunca en las edades por venir, en el destino doméstico del aire exhalado para pronunciar unas pocas palabras de rigor, en un entierro en la Chacarita, los pies arrastrándose por el suelo y el pecho un poco oprimido, como si un angelote de terracota estuviera sentado sobre él, esperando su momento, las alegorías escupen al cielo, ahora la mujer lloraba y rogaba, no se entendía nada, él esperó una pausa y dijo con voz clara: Ánimo. Equivocado. Y pulsó el off. Qué pasa, preguntó somnolienta la mujer a su lado. Nada, dijo él, dormí, y cruzó las manos bajo la nuca y se puso a esperar la mañana.

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