martes, 20 de noviembre de 2012

Pareja paralela (II)

El aspecto sucio de las mesas blancas de plástico, las sillas rengas, el omnipresente cartel de Coca Cola, el paso arteroesclerótico del hijo del dueño que se acerca a levantar el pedido: todo incrementa la euforia de Lisandro. Porque esto es así, así es el barrio, estos son los vecinos, el pueblo de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, y a mucha honra. Pueden tener ideas políticas horribles o un vacío total en la cabeza; eso no quita un ápice de su seguridad, su prestancia, su labio caído al enunciar cualquier frase cínica, sus importantes hábitos de consumo, su promiscuidad sexual, su optimismo punk: no hay futuro pero tampoco hay presente como el que corre. Pide tres de jamón y morrones y una Quilmes. El hijo se da vuelta, vocea el pedido a la caverna detrás del mostrador, gira de nuevo, mira a los albañiles como un pescador que pescó un brazo de bebé en vez de una trucha, busca complicidad en la mirada de LIsandro, Lisandro hace lo que puede pero no le sale, solo en su asombro antropológico el hijo vuelve adentro a leer en el mostrador el Olé. Estela se angustia, es la hora de almorzar y tiene hambre, siempre llama al interno de su jefe para que mande a un muchacho posadolescente y acneico a que la reemplace cuarenta minutos, pero hoy no se anima, se odia por no animarse, ¿no es ella una trabajadora en blanco, con derechos, incluso con derecho a la arrogancia? Pero una fuerza en su mente la fija en el entredicho, no puede salir de ahí, es como tocarse con la lengua una muela cariada, el dolor es placer, el placer de ceder a la obsesión, los de seguridad la miran extrañados, algo raro en la superficie del día, el día está empañado por el vaho poderoso del aliento del jefe, ella no puede escapar, va a perder su hora de almuerzo, una ruptura en la rutina por donde pueden meterse las aguas oscuras que ocultan monstruos, empieza a sentir unas enloquecedoras ganas de cagar, pero prefiere cagarse encima a moverse, si se mueve sabe que caerá muerta, se desmoronará como esos esqueletos de película en un desván ante el menor contacto del aire. Lisandro ataca su porción con ganas y buen humor. Los albañiles, que han estado comiendo sin hablar, ahora se reclinan lo máximo que les dejan sus asientos tan berretas y empiezan a charlar animadamente. No lo puedo creer ese atrevido, me viene a hacer un caño, quién lo conoce, nadie, recién llegó de Orán. Pero vos sos un rústico de aquelllos también, cualquiera te hace un caño. Vos vení a hacerme un caño en la canchita de mi barrio y vas a ver lo que te pasa. Bueno, el chabón no sabía, por ahí es distinto allá. Qué distinto, los códigos son los códigos en cualquier lado. Y encima se reía el enano. Que no, don, que no pasa nada, que no, que no. ¡Qué no!, le dije yo, y ahí lo surtí. Quedó patas arriba, largando sangre por la boca, y yo lo pateaba, un poco nomás, para que aprenda. Y en eso oigo un grito y miro y los míos también estaban gritando, veo venir, me cago de risa contándolo, a este monumento a la gorda, que gritaba qué le hiciste, reventado, qué le hiciste a mi Poyi. Poyí, mirá vos el apodo que tenía el salteñito. No es un apodo de hombre, dictaminó el relator. Y se me viene encima la gorda con, no miento, 160 kilos de peso, y claro, me tumbó. Pero era ágil la gorda, eh, dice con voz arrastrada un tercero, mirando de reojo al relator, si no pudiste anticiparte...El relator le devuelve la mirada muy serio. Una bala, sentencia, hay que verlo para creerlo. Preguntale si no a Tati, o a Nicolás, ellos estaban. No, si yo te creo, por qué vas a mentir. Igual pensaba que buena compañera para una agarrada la gorda, pesada y con esa velocidad. Me tiró y se puso a bailar un malambo encima mío, menos mal que el Coti le metió un revés, la gorda no paró, le metió otro y ahí sangrando por la boca igual que el marido se quedó quieta, mirando con esos ojos verdes, de diabla, pero sin parar de putear. Ya está, gorda, le decían, levantá al amigo y pirá. El amigo se había puesto de pie a todo esto, se secaba el chocolate con la remera de River y decía: gordi, ya está, vamos a casa. Entonces la gorda metió la mano entre la remera y el pantalón y sacó el fierro. Todos salieron rajando, menos yo, que me quedé quieto. A vos, dijo la gorda, ahora te voy a mostrar lo poco hombre que sos. Arrodillate. No me arrodillo un carajo, dije bastante firme, pero tenía la boca seca. Y también, compartió el segundo, solo con una gorda loca. Loquísima estaba. Tenía que estar para estar con ese muñequito de torta. Un carajo me arrodillo, le digo. Y la gorda se acerca y me da un planazo en la cara que me aflojó una muela. Te vas arrodillar y se la vas a chupar. A vos te chupo la almeja, puta, dije como pude. Fah, otro planazo en la oreja, era rápida la gorda. ¿Y el chabón? El chaboncito nada, miraba para otro lado, como ausente. La gorda levanta el caño justo hasta mi cara, a una distancia así. La próxima tiro. Tirá, la chuceé yo. Tirá, no me importa nada. Y entonces la gorda empieza a temblar. Toda la grasa de los brazos y la papada se mueve como un flan. Y ahí me avivo y de un manotazo le arranco el arma. ¡Para qué! Por el peso nomás me di cuenta. Le di con el caño en los dientes y le dije: la próxima que vengás de guapa, por lo menos cargala, estúpida. Y los dejé ir  Hiciste bien, no hay que abusar de la ventaja. La euforia de Lisandro aumenta. Es testigo de una historia real de la vida semilumpenproletaria. Se siente cargado de experiencia y sabiduría. Sobre cosas así debería escribir sus ensayos. Pero algo lo interrumpe: la voz seca del relator. Amigo, qué está mirando, le dice. Se sonroja como una quinceañera y le dice: nada, maestro, estaba distraído. Vamos, dice el tercero con desgana, antes de que empiece otra pelea.(Continuará.)

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