lunes, 26 de noviembre de 2012

Otro retorno a la cordura

Los jacarandáes están en plena floración, su perfume no alcanza a suavizar el aire contaminado y caliente, pero su color alegra la vista, tan cansada de mirar para adentro. Estela camina en frágil equilibrio. Su pelo corto y castaño rata está sucio y se levanta en la coronilla. Sus jeans están manchados de sangre, su cara está pálida, parece una sobreviviente de una explosión en una calle de Bagdad. Los paseantes le dirigen rápidos vistazos desconfiados, la mirada hacia la anormalidad común en toda metrópolis del mundo, una mirada que sabe que no será devuelta con agresividad, porque los anormales, ya sean santos, drogadictos o alienados, viven en su propio paraíso. Estela cree que reconoce una manzana no muy lejos de su casa, pero no recuerda el nombre de la calle. Se planta delante de una vieja con una bolsa de Cacharel y le pregunta. La vieja le dice, Voy a llamar a la policía, y con una agilidad sorprendente la gambetea y se pone a trotar, echando desafiantes ojeadas por encima del hombre. Es realmente cómico y Estela se ríe. Por ese instante está sola en la calle, y su risa llama la atención de una nena que se asoma por el balcón. Dani, dice la madre desde atrás, no mires. Camina otra cuadra más y encuentra un letrero que le indica dónde está. El nombre da vueltas en su cabeza tratando de encender un mapa que le indique cuánto tiene que caminar y dónde tiene que doblar. Decide doblar a la izquierda porque le parece que por ahí puede ser, cree reconocer el maxiquiosko de la esquina, la cara larga y aburrida del quioskero. Cuando ya ha caminado tres cuadras y espera para cruzar, siente que una mano leve le toca el codo. Disculpame. No se da vuelta. Disculpame, dice la voz en un tono más alto. De mala gana, la encara: es la dueña del bar, una cuarentona de armas tomar, de hombros cuadrados y pecho prominente. La dueña del bar, más gentil de lo que cabría esperar, empieza interesándose por su estado de salud, a lo que Estela responde breve y claramente: se siente mejor. Después de comunicarle su contento por esta noticia, la dueña expresa su duda acerca de si es el mejor momento para hablar el tema que quiere hablar. Vagamente menciona estados en que uno no puede enfrentar ciertas pedestres verdades. Ella misma...Pero se interrumpe y, con un tono más firme, retoma el hilo: la otra vez por accidente se rompió un espejo que, le parece a ella, es un poco caro, y quisiera arreglar el tema con Estela, porque le parece que con ella se puede conversar. Un estallido de luz disipa el embotamiento de Estela, recuerda todo con nitidez y alegría y comprende que tiene que simular y exagerar y empieza a decirle, no, no hay ningún problema en que lo conversemos, lo que pasa es que tuve un mareo y me fui contra el espejo, últimamente me vienen, pero vos decime cuánto es y yo te pago. La dueña, muy sonriente y aliviada, le hace saber lo feliz que está de que todo haya sido tan fácil, ella siempre le cayó simpática, la considera una vecina de las más copadas, etc.. Le pregunta su dirección para darle la factura. No, no hace falta, cuando quieras pedime la plata, yo confío en vos, se apresura asustada Estela. Pero no, por favor, a ella le gusta que las cuentas queden claras, ¿es ese edificio de mitad de cuadra, al lado del lavadero, no? Derrotada, Estela suspira el piso y el departamento. Una sonrisa amplísima de dientes blancos y cuadrados intenta transmitirle fuerza y confianza. La dueña la besa y se despide. Bueno, piensa Estela, por lo menos estoy a media cuadra de casa.

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