viernes, 9 de noviembre de 2012

Madrugada del 9

Una cabalgata lenta, al punto que casi no se avanza, pero se siente al enorme animal viviente en los ijares, y nada se ve, tal es la polvareda, pero sí se escuchan, a distancias variables, gritos, interjecciones, puteadas, una sensación de gran bestia moviéndose. ¿Y qué hay arriba, el sol o la luna? ¿Amanece o atardece? La calidad de la luz no permite una precisa ubicación en el día. Contaminado, enfermo, el aire es pesado y aprieta los pulmones. Es casi como agua, un agua barrosa que arrastra pequeños seres vivos en la viscosidad de lo postrero, porque siempre se atraviesa el campo un día después de la inundación, por eso los libros se subieron todos al estante más alto, Sarmiento amenaza desde una loma, la cinta asfáltica corre entre lomas, hace un frío polar, los dientes castañeteantes casi amputan el pulgar en la boca, qué pasa con ese feto en la charca moteada de briznas verdes, de quién es, quién lo tiró, castigo a los culpables, y entonces en la marcha que choca contra la pared de cruces el esplendor de la vociferación: ¡saquen sus rosarios! Y de vuelta en el páramo helado una fila de camiones ronronea densamente, en cada acoplado una efigie de Hugo, marchan hacia la capital, marchan, marchan como los caballos que ahora acelerados en la barahúnda pisotean los parques tan bien cuidados, las lápidas, los muros conmemorativos se caen a pedazos, un jinete al despertar tiene gusto a ladrillo en la boca.

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